
Hay películas que no se ven, que se sienten como un puñetazo o una quemadura. Películas que no buscan gustar, ni concientizar, ni ilustrar, ni educar. Películas que escupen. Las de Gregg Araki, en los 90, eran exactamente eso: escupitajos de furia, deseo y desencanto queer lanzados contra la pantalla.
Con Vivir hasta el fin (The Living End, 1992) se zambulló en la ruta de la disidencia sin cinturón de seguridad ni freno de mano. Dos maricas HIV positivas —una especie de Thelma & Louise en reversa, sin feminismo pop ni final redentor— se cruzan, se calientan, se acompañan y se fugan. No por amor, sino por desesperación compartida. Porque en los 90, con la peste acechando, la moralina estatal en ascenso y la policía del “estilo de vida saludable” respirando en la nuca, escaparse era también una forma de protesta.
El que espere una historia de superación o un mensaje esperanzador, que busque en otro lado. Araki no otorga consuelo, regala cinismo. Y ruido. Porque además de la estética Godardiana en ácido, Vivir hasta el fin viene cargada de guitarras punk, feedback existencial y besos sin pedir permiso.
Un año después, Araki volvería a la carga con Totally F**ed Up* (1993), ese hermoso delirio lo-fi que se anticipa a TikTok pero sin filtros de belleza ni monólogos motivacionales. Quince fragmentos, cámara en mano, seis adolescentes queer que se filman, se exponen, se hartan y se aman como pueden. Nada que ver con las teen movies que edulcoran la adolescencia. Acá no hay baile de graduación ni coming out friendly. Hay ganas de morirse, pero también de sexo. Hay vacío, pero también comunidad.
Lo queer, en estas películas, no es identidad, ni es bandera. Es una forma de estar podrido de todo. De estar harto de la narrativa dominante, del “it gets better”, del cine que pide perdón por existir. Araki filmó cuerpos al borde, amores sin pacto, rabias sin dirección. Y lo hizo sin plata, sin pedir permiso y sin miedo a que Jerry Falwell (o su versión 2025) se escandalice.
Hoy, que la cultura se volvió algoritmo y que hasta lo radical parece programado para no molestar a nadie, volver a ver estas dos películas es como chuparse un limón después de diez años de edulcorante. Araki no buscaba representar lo queer. Lo filmaba. Y lo filmaba feo, mal y sucio. Como era.
Treinta años después, Vivir hasta el fin y Totally F**ed Up* se pueden ver restauradas en MUBI. Y siguen doliendo, excitando y desacomodando como la primera vez. Porque si algo no envejece es la incomodidad de ver lo queer sin corrección, sin moraleja y sin filtro.
También está disponible Mysterious Skin (2004), una obra más pulida y reconocida, pero igual de incómoda, donde Araki revisita el trauma infantil con Joseph Gordon-Levitt al frente de una de sus actuaciones más inquietantes.