
viernes 30 de mayo de 2025
En el panorama actual del cine de terror, saturado por fórmulas previsibles y remakes, Realm of Shadows (2024) aparece como un gesto de reivindicación. No tanto por lo que logra, sino por lo que intenta. Concebida como una antología de relatos autónomos que gravitan alrededor de un mismo núcleo simbólico —el poder como pulsión destructiva—, la película dirigida por Jimmy Drain opta por una narrativa fragmentaria que interpela a quien decide entregarse a sus capas, aun con sus imperfecciones.
El relato se articula en torno a un aquelarre de brujas que, en pleno ritual, abre paso a una sucesión de historias donde el terror opera como atmósfera. Desde la estudiante poseída por fuerzas desconocidas hasta el profesor que esconde pactos con entidades invisibles, cada segmento propone una variación de lo mismo: la lucha por controlar lo incontrolable.
El punto de fuga que une estas líneas es el personaje del Profesor Kimmer, interpretado por el propio Drain, que funciona como eje axial de lo disgregado. Su aparición no solo otorga continuidad sino también una segunda capa de lectura: la antología no es un conjunto arbitrario, sino un experimento sobre la circularidad del mal.
La película no oculta su presupuesto limitado; por el contrario, lo convierte en un recurso expresivo. El montaje abrupto, los efectos visuales de tono bizarro, el sonido estridente y la repetición de actores en distintos papeles sin una justificación explícita responden a una lógica que prioriza la experiencia sensorial por sobre la claridad narrativa.
En ese sentido, Realm of Shadows se aproxima más a un cómic gótico que a una película clásica. Su fuerza radica en una lógica onírica e inestable, donde el horror no emerge de lo visible, sino de aquello que se insinúa en las sombras. La apuesta es clara: transformar el caos en atmósfera y la fragmentación en estilo.