Nantes ya nos parecía la cuna de la imaginación, incluso el colmo, solo por ser la patria del gran Julio Verne. Fue él quien estiró los márgenes de la realidad hasta dejar que se confundieran con la fantasía, aunque amparándose en los adelantos científico-técnicos de la época. Así pasó que leyéndole quisimos dar la vuelta al mundo aunque no fuera en 80 días, viajar al centro de la tierra, pasar unas cuantas semanas en globo o completar las 20.000 leguas de viaje submarino. Pero es que esta hermosa ciudad francesa asomada al Loira ha seguido por ese mismo camino, el de dar rienda suelta a la creatividad, un siglo y dos décadas después de despedir al célebre autor.
Esto es así desde el mismo momento en que se lanza la invitación a seguir una línea verde trazada en el suelo con el fin de no perderse absolutamente nada. Ni esa joya histórica, ni ese elemento fundamental del patrimonio, ni la obra de una gran artista contemporáneo a la intemperie, que las hay a montones, ni el hangar donde habitan los seres fantásticos. El arte en Nantes está de puertas adentro, pero también -y eso es lo que la hace tan especial- hacia fuera, a plena luz y en plena calle. Más ahora iluminada por Navidad.
El invento ya se plantea como un juego porque, pese a la solemnidad de algunos de sus monumentos, incluso del conjunto, se respira por doquier un ambiente lúdico. Ya que empezamos por el escritor, nacido aquí en 1828, vayamos al museo que lleva su nombre, instalado en un edificio decimonónico, en el lugar al que «Julio Verne debió de acudir a menudo a contemplar desde lo alto el río, puerta del mar abierto y camino hacia la aventura», como anotó Julien Gracq en La forma de una ciudad, donde describió Nantes. El Museo Julio Verne recoge el espíritu de su autor, aportando manuscritos, libros, ilustraciones, carteles y otros objetos.
El Gran Elefante y otros animales fabulosos
Y es un buen preludio de lo que viene a continuación y está justo enfrente, en los viejos astilleros, que volvieron a la vida en 2007. En sus hangares anida un bestiario animado que parece salido mecánicamente de alguno de los libros vernianos, esas Máquinas de la Isla que dejan con la boca abierta no solo a los niños. Y cómo no si son seres procedentes de la prodigiosa mente de Verne y articulados según los conocimientos técnicos de Leonardo da Vinci. De las cosas más extraordinarias que, sin exagerar, pueden verse.
El famoso elefante de las Máquinas de la Isla de Nantes.
PIXABAY/CHRISTEL SAGNIEZ
Estas máquinas se ponen en funcionamiento como antes, no como ahora, de manera rudimentaria. Solo hay que ver moverse al Gran Elefante, de 12 metros de altura, de paseo por los muelles y con los pasajeros a bordo, sin ninguna prisa y como el proboscidio (no paquidermo) que es. Todo muy a tono con Phileas Fogg y Passepartout. Que quede claro que Nantes fue en su día el primer puerto de Francia. Solo hay que ver las mansiones que los ricos armadores y comerciantes se construyeron en la isla Feydeau, que ya no es una isla.
El mundo marino y un castillo de cuento
El famoso elefante no está solo, porque la Galería de las Máquinas es precisamente eso. Una galería de personajes que integran una fauna ingeniosa y fascinante, animada además por la narración oral de los maquinistas. Cosa que se completa echando el ojo a la galería-laboratorio de la que salen estas extrañas criaturas, que incluso puede contemplarse desde una de las ramas del Árbol de las Garzas. Hay una garza con ocho metros de envergadura, una araña que se eleva por sus hilos, dos colibríes que picotean una flor… Y hay también un Carrusel de los Mundos Marinos, un gigantesco tiovivo en tres niveles, desde los fondos abisales hasta la superficie, en el que giran y giran todo tipo de seres de agua imaginarios, evocando lo mismo al capitán Nemo que a Ahab y a la ferias de siempre.
Después de este vuelo literario, lo que procede es dejarse caer en los brazos de la historia en el castillo de los duques de Bretaña, que fue levantado a finales del siglo XV por Francisco II (1435-1488) sobre los cimientos de una primera fortaleza. Por eso, no extraña que luzca un puente levadizo y murallas junto a un palacio residencial de hechuras renacentistas y sobrada elegancia. Después, sirvió de residencia a su hija, Ana de Bretaña (1477-1514), que fue dos veces reina de Francia. Es particularmente refinado y alberga el Museo de Historia de Nantes.
El castillo de los Duques de Bretaña contribuye a hacer de Nantes una ciudad de cuento.
LVAN
Junto a los fosos del viejo castillo nace el barrio de Bouffay, que es el de la catedral de San Pedro y San Pablo (XV-XIX), un laberinto de calles donde bullía la ciudad medieval y hoy lo hace la actual. ¿Más alicientes? La Puerta de San Pedro, parte de la antigua muralla, construida en el siglo XV en estilo galo-romano. Y Le Lieu Unique, un espacio de exploración artística situado en lo que fue la fábrica de galletas LU, con bar, restaurante y una programación de espectáculos que incluye música en directo, sesiones de DJ, exposiciones y festivales varios. La guinda la pone la Torre LU, la única que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, no así su gemela. Más allá de su belleza art déco, las vistas desde su curioso mirador son de ensueño.
Un jardín botánico y un museo al cubo
A Nantes la embellece sobremanera su Pasaje Pommeraye, una galería comercial del siglo XIX con columnas, estatuas y vidrieras que es única en Europa, neoclásica y muy inspiradora, tanto que te olvidarás de que es zona de compras. Cerca se encuentra la mítica brasserie La Cigale, a la que, por lo menos, hay que asomarse para dejarse seducir por el espíritu art nouveau. Y no digamos ya al Jardin del Plantes, un jardín botánico que resume tres siglos de aventuras de aquellos navegantes que volvían de sus viajes con desconocidas plantas exóticas.
Tras este exuberante jardín hay que recrearse en el Museo de Artes de Nantes, inaugurado como tal en 2017 (antes Museo de Bellas Artes) con una interesantísima colección de obras desde el siglo XIII hasta la actualidad. De Gentileschi, Courbet, Delacroix, Monet, Picasso o el contemporáneo Anish Kapoor. Alojadas además en la Capilla del Oratorio (XVII), el Palacio (XIX) y el nuevo edificio Cubo. Solo los espacios ya merecen la pena.
Nantes reflejándose en las aguas del mítico Loira.
PEXELS/THANH LY
Nantes, por cierto, está a solo 55 kilómetros del océano Atlántico. Y todo ese camino que recorre el Loira, el río de los castillos por antonomasia, hasta su desembocadura está inundado de obras de arte, hasta un total de 33, a cual más sorprendente. Un estuario la mar de artístico. Una casa que parece hundirse, una serpiente marina infinita, un barco como de plastilina o una casa-chimenea aupada a 15 metros de altura. Lo que decíamos, Nantes es la ciudad para ir con niños.
Cómo ir a Nantes en avión
Poniéndonos ya en modo viaje, lo bueno es que la tenemos a solo 2 horas y 5 minutos en un vuelo desde Sevilla con Transavia, la aerolínea low-cost del grupo Air France-KLIM, que amplía su red para conectar más ciudades españolas con Francia, Países Bajos y Bélgica. También desde Palma de Mallorca, Lanzarote y Tenerife. Los billetes para el verano de 2026, que va del 29 de marzo al 31 de octubre, ya están a la venta en la web oficial de la aerolínea.
Además, esta compañía, premiada por su servicio de atención al cliente y comprometida con el desarrollo sostenible, ha puesto en marcha su plataforma de reventa de billetes, que te permite sacarlo a la venta hasta una hora antes de la salida en caso de que finalmente no puedas viajar.












