Una mañana de sábado lo vi dejar su Valiant gris en la esquina de Reservistas. Bajó en pijama y empezó la larga caminata por debajo de lo que hoy es la Platea Norte rumbo a los vestuarios. Iba a entrenar. Al menos iba al vestuario. Otro día, pero a la tarde, lo vi sentado en los bancos frente a la cancha de patín recibiendo la reprimenda de José Amalfitani. “Vaya a cortarse ese pelo por favor, no puede andar así”. Lo vi jugar. Bajo el sol y en la sombra. Lo seguiré viendo en la melancolía del niño que fui y en el dolor de esta hora. La peor de las horas. Ha muerto Daniel Willington.

Hay lágrimas en Vélez. Hay lágrimas en Talleres. Hay miles de anécdotas de ese crack al que llamaban El Cordobés y que lo vitoreaban al grito de “y ya lo ve, es el hermano de Pelé”.

Willington fue enorme, un fenómeno para su época e incuestionable máximo en Liniers. Más que Bianchi. Más que Chilavert, si se permite la subjetividad en este desamparo más absoluto. ¿Qué fue Willington para los hinchas de Vélez y de Talleres? Lo que es Bochini para los de Independiente, Alonso para los de River, Rojitas para los de Boca.

El hijo de Atilio y de Elda había nacido en Santa Fe pero el traslado laboral de su padre lo hicieron cordobés. Había nacido el 1 de setiembre de 1942. ¿Qué otra cosa se podía hacer en esa época más que jugar al fútbol? Y cayó en la T donde estuvo de 1959 a 1961 en los tiempos en los que los clubes porteños, sobre todo los de más bajo presupuesto, recorrían el interior buscando jugadores. Así, mientras Amalfitani construía un club más dedicado a ser un foco de encuentro social para el barrio que a armar equipos con pretensiones de vueltas olímpicas, trajo a Willington a Liniers. Estuvo desde 1962 a 1971. Primero era 9 pero su calidad lo denunciaban como un futuro 10, camiseta que recogió cuando otro crack, Néstor Subiat, dejó el club. Fue ídolo de inmediato.

Disculpando el salto temporal, Daniel fue el Riquelme de su época. Un físico portentoso, de pecho inflado, brazos recogidos, siempre la cabeza levantada, siempre, una pegada formidable y un estilo de gambeta corta y habilitación rápida, al espacio o al pie. Hizo goleadores al Turco Webhe, a Pichino Carone, a un joven Carlos Bianchi. Ganó partidos él solo. Fue decisivo en aquel Nacional de 1968 cuando Vélez logró su primer título en el triangular con River y Racing. En el 4-2 con Racing en el Gasómetro, la descosió. Había tenido una discusión con el Turco en las semanas previas. No se hablaban. Egos. Y en aquella final el Daniel jugó para Webhe. Con el tiempo se reconciliaron.

Pícaro, inteligente, se bancaba la marca hombre a hombre que veces le destinaban. Le pegaban y pegaba. Tuvo la mala suerte de meterle un planchazo a José Vázquez, prometedor central de Chacarita, en San Martín, de donde hubo que salir bajo una lluvia de piedras. Le rompió el tabique de un codazo a Maryllack, de San Martín, harto de los maltratos del mendocino.

En un momento, River se lo quiso llevar. «Si me paga lo que me paga River, me quedo», le dijo Daniel a Amalfitani. «Entonces te quedás», le dijo el viejo. Y se quedó.

Después de aquel título del 68 y ya fallecido Amalfitani, quien lo protegía y los cuidaba desde el rigor de la vigilancia permanente, porque a Daniel le gustaba salir, le gustaba la noche, la milonga, se fue un año al Veracruz mexicano. En el 72, el inefable Oscar Bonavena compró su pase y lo llevó una temporada a Huracán. Fue un soplo, igual que el año siguiente en Instituto hasta volver a Talleres, su otra casa, del 73 al 76. Es leyenda su gol de tiro libre a Belgrano. “Nunca en mi vida me hicieron gol así”, dijo Tocalli, el arquero Pirata. El escritor Daniel Salzano escribió sobre aquel gol: “Desde entonces, en el mundo han triunfado revoluciones y golpes de Estado, han entrado en erupción volcanes fabulosos y han caído vastos imperios con todo lo clavado y lo plantado. El gol de Daniel Willington, sin embargo, continúa siendo eterno”.

En el 78 tuvo otro breve período en Vélez para pasar a retiro efectivo. Volvió a los orígenes. Se radicó en Córdoba. Tuvo varios negocios y en los últimos años, solo por darse el gusto, pasaba por los boliches a cantar tangos.

“Willington levantó su pierna derecha con el movimiento lento y acompasado de las garzas, hasta que el pie alcanzó la altura de su propia cabeza. Y la pelota, la trastornada, la rabiosa, la enloquecida, se posó sobre la punta de ese pie derecho para quedar allí, mansa, sosegada, como el halcón que encuentra la mano enguantada de su señor”, lo dibujó Fontanarrosa en su cuento “El exorcista”. Perfecta pintura.

Se fue Daniel. Se fue El Cordobés. Y pregunto con el alma estrujada, igual que la de tantos otros, como en uno de esos tangos que cantaba en los últimos tiempos: “¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?”