
sábado 28 de junio de 2025
Durante su primera temporada, El juego del calamar irrumpió en la escena global como un golpe inesperado: brutal, colorido, con una violencia hipnótica y un comentario social que, sin ser revolucionario, lograba interpelar con eficacia. Sin embargo, todo lo que sube, tiene que bajar. Cuando una idea concebida como autoconclusiva se convierte en franquicia, el riesgo es que ese golpe inicial se diluya en un eco, y no precisamente uno resonante.
La serie intenta mantener su estructura conocida —juegos mortales, dilemas éticos, alianzas fugaces, muertes sorpresivas—, pero lo hace desde una lógica repetitiva. Se siente el desgaste, se percibe el agotamiento y, lo peor: se nota que la historia ya no quiere contarse, sino simplemente prolongar su existencia.
Uno de los problemas más notorios (y que ya se anunciaba en la temporada anterior) es la pérdida de peso en las decisiones dramáticas. La trama avanza de manera funcional, a veces caprichosa, y recurre a la vieja trampa del plot twist sorpresivo como si eso pudiera compensar los vacíos previos.
Es curioso cómo lo que alguna vez fue una producción cargada de denuncia social, que hablaba de la desigualdad y del sistema como verdugo, ahora termina siendo víctima del sistema de entretenimiento que supo criticar. La lógica del «más es mejor» se lleva puesto todo: más episodios, más muertes, más espectáculo. Pero ese «más» no se traduce en «mejor». La muerte, que en la serie siempre había sido el eje central, perdió su peso simbólico. Ya no conmueve, ya no incomoda; es un trámite más.
Algunos momentos de acción están bien coreografiados, hay un par de líneas de diálogo que recuperan la potencia filosófica de la primera entrega, y el episodio final (sin entrar en detalles) tiene una resolución visualmente atractiva, aunque conceptualmente insatisfactoria. También es justo reconocer que algunos actores hacen lo que pueden con el material que les dan, y que la dirección intenta sostener cierto ritmo pero todo eso queda opacado por una certeza más fuerte: El juego del calamar ya no tiene nada nuevo que decir.
Es la consecuencia de convertir un fenómeno en un producto y, como todo producto exprimido, termina perdiendo su sabor. Claro que habrá quienes disfruten de este cierre, quienes lo celebren por sus dosis de violencia o por el espectáculo visual, y eso está bien. Pero no podemos dejar de señalar que el camino que eligieron los creadores fue el más cómodo. El juego del calamar empezó como una cachetada y terminó como una palmadita tibia. El juego se acabó, sí, pero hace rato que ya no jugábamos por nada.