
Hay lugares donde el tiempo parece haberse detenido, aunque todo suceda a gran velocidad. En El fondo de la escena, ese territorio incierto es una clínica que ha dejado de ser lo que era, y que en lugar de cuidar cuerpos, aloja un rodaje clandestino que transforma pasillos en corredores de ficción, habitaciones en escenografías móviles y cuerpos en figurantes involuntarios de una película ajena. La historia se articula a partir de un hecho preciso: la internación repentina de una madre que fuerza el reencuentro de las hermanas Sandra, Viviana y Eva —interpretadas por Fernanda Bercovich, Fernanda Pérez Bodria y Fiorella Cominetti— en un espacio que oscila entre lo clínico y lo narrativo.
Federico Olivera sitúa esa reunión forzada en un espacio saturado de signos: el hospital como escenario doble, como lugar en quiebra que alquila su decadencia al cine, pero también como dispositivo que revela lo que ha sido silenciado entre hermanas que se reconocen más por sus ausencias que por sus relatos compartidos. El artificio fílmico no se superpone a lo cotidiano: lo descompone, lo interpela, lo vuelve permeable a un lenguaje donde cada gesto, cada frase y cada espera se convierten en parte de una coreografía que no responde a ninguna lógica más que a la de la incertidumbre.
No hay conflicto que no esté atravesado por un lenguaje heredado, por una estructura que se impone incluso antes de que los personajes puedan reaccionar. El anuncio de que se necesita un donante de órganos irrumpe en medio del caos organizado del rodaje y empuja a las hermanas —Sandra, Viviana y Eva— a un punto donde la memoria, la lealtad y las decisiones no tomadas emergen con la fuerza de lo que ya estaba escrito. Porque si el cine que se filma en el sanatorio propone un guion de terror, lo que ellas viven parece responder a otra clase de libreto, uno más íntimo, donde la puesta en escena no oculta sino que expone.
En ese sentido, El fondo de la escena no se propone retratar personajes, sino ubicarlos en un entramado donde lo que está en juego no es la identidad, sino la forma en que esa identidad se articula en medio de una estructura que cambia constantemente. Las hermanas no buscan respuestas: intentan, más bien, sostenerse en medio de un discurso que las arrastra. En el hospital convertido en escenario, la verdad no se dice: se filtra, se repite, se interpreta.
La obra avanza por capas, no como una suma de escenas sino como una acumulación de tensiones que se resuelven menos por el desarrollo narrativo que por la transformación constante del espacio. La escenografía no acompaña, sino que impone una lógica en la que cada desplazamiento, cada plano y contraplano, cada variación de luz y sonido responde a un juego de desdoblamientos. Lo que se muestra y lo que se oculta no siguen una estructura binaria, sino que se cruzan en un entramado en el que el espectador no puede distinguir con claridad si está asistiendo a una representación o a su puesta en crisis.
Olivera no recurre al humor para distender, sino para subrayar lo absurdo. Los personajes —y con ellos los intérpretes— no representan tanto un papel como un punto de fuga. Se mueven entre la urgencia y la espera, entre el guión que deben repetir frente a la cámara y las palabras que no logran pronunciar fuera de ella. En ese tránsito, lo cómico y lo dramático no se oponen, sino que conviven como partes de un mismo gesto: la imposibilidad de controlar el relato propio.
En el teatro que se filma dentro de otro teatro, la distinción entre realidad y ficción se vuelve irrelevante. El fondo de la escena no busca resolver, sino exponer el entrecruce donde actuar, recordar y vivir se confunden. Nada concluye: todo se repite, como si las decisiones fueran apenas escenas ya escritas, ejecutadas sin saberlo. Lo que queda es la sospecha de haber sido parte de una representación que nunca empezó ni termina.