
La quinta (2024), dirigida por Silvina Schnicer, se adentra en una exploración incómoda de la infancia, el desborde emocional y el esfuerzo del mundo adulto por preservar una idea frágil de normalidad. A través de una puesta en escena contenida y una narrativa que privilegia los gestos mínimos y lo que queda fuera de campo, la película construye un paisaje emocional donde las tensiones laten bajo la superficie sin necesidad de ser explícitas.
Una familia integrada por un padre, una madre y tres hijos llega a una casa de campo para disfrutar las vacaciones de invierno; sin embargo, el descanso proyectado se fractura desde el inicio, cuando al abrir la puerta, un olor insoportable anticipa que algo se ha desordenado. La vivienda fue ocupada, y Rudi (Sebastián Arzeno), el padre, reacciona con rapidez: acusa al casero del barrio, intenta persuadir a los vecinos con su versión de los hechos y busca restablecer la normalidad de manera urgente. No obstante, la película no gira en torno al acto delictivo, sino que desplaza el foco hacia otra dimensión más soterrada: un estudio sobre la negación, el miedo y los mecanismos de exclusión que sostienen ciertos órdenes simbólicos.
Tomás, el casero, apenas visible y relegado a los márgenes del relato, encarna ese “otro” que incomoda, una presencia que desestabiliza las certezas de una comunidad que prefiere no confrontar sus propias fisuras. Lo inquietante no es tanto la ocupación en sí, sino la irrupción de una alteridad que desarma la ilusión de control. En ese contexto, La quinta expone cómo la convivencia se sostiene más en la exclusión que en la integración, y cómo, frente a la incertidumbre, los mecanismos de defensa se activan a través de reacciones previsibles: señalar, acusar, tapar.
Mientras los adultos intentan gestionar la tensión desde el silencio o la negación, los niños deambulan sin rumbo fijo, escapando del control y explorando los límites de lo permitido. La película no idealiza esa infancia errante; por el contrario, la muestra como un espacio de prueba constante, marcado por decisiones impulsivas, errores sin retorno y una falta de contención que habilita la irrupción de lo siniestro con una naturalidad inquietante.
Un hecho traumático —nunca mostrado de forma directa, pero sí presente como eje que reorganiza los vínculos— marca el punto de inflexión. Y es allí donde se revela el verdadero núcleo de la película: no se trata del acontecimiento en sí, sino de cómo se lo procesa, o más precisamente, de cómo se lo entierra simbólicamente. No hay perversión en el ocultamiento, sino miedo, automatismo, necesidad de sostener la fachada. Así, la negación no aparece como excepción, sino como estrategia estructural ante el colapso.
La puesta visual acompaña esta lógica mediante planos fijos que encapsulan a los personajes, ángulos bajos que registran la perspectiva infantil y detalles aparentemente menores que, sin énfasis, sugieren lo que no se dice. Esa economía de recursos no obedece a una decisión meramente estética, sino a una ética de representación que evita convertir el horror en espectáculo.
La quinta no subraya ni explicita; al contrario, deja espacios vacíos que el espectador debe completar, configurando una narrativa que rehúye el exceso para instalar un malestar que persiste.