
miércoles 28 de mayo de 2025
En The Devil’s Left Hand (2023), Harley Wallen retoma el camino del cine de posesiones. Pero en lugar de reproducir la clásica fórmula del exorcismo, la narrativa desplaza el conflicto hacia la transmisión intergeneracional del trauma y la pregunta por los cuerpos que el demonio elige para manifestarse.
La historia comienza in media res: una sesión espiritista se sale de control, sin introducción de personajes ni preámbulos narrativos. El demonio aparece, toma forma y marca el tono de una película que transita entre la sugestión y la literalidad. Lo sobrenatural opera como disparador de una verdad negada: Richie, el protagonista, mató a su padre durante la infancia para proteger a su madre, hoy recluida en una institución. Esa herencia de violencia no resuelta se reactiva bajo la forma de una amenaza espectral.
La propuesta de The Devil’s Left Hand no responde a una lógica de redención, sino a una de confrontación. Los muertos no solo regresan: reclaman una deuda. El alma que retorna no lo hace como alma en pena, sino como síntoma de un sistema de poder doméstico fracturado, cuya reparación solo puede emerger desde la palabra o el sacrificio.
Wallen prioriza el malestar sobre el impacto visual. Esa decisión le permite construir un relato que, sin renunciar a las convenciones del género, desplaza el eje hacia un terreno más simbólico. Allí radica tanto su mayor potencia como su límite más evidente: al insinuar más de lo que muestra, la película tensiona sus propios recursos narrativos y deja abiertas preguntas que el guion elige no responder.
Pero precisamente en esa indecisión, entre la culpa y la condena, entre la memoria y el olvido, The Devil’s Left Hand encuentra su verdadera forma: la de un relato espectral donde el horror no viene de otro mundo, sino del pasado que insiste en volver.