Ángeles Castillo

Hora de emocionarse. Mallorca es una tentación a la que difícilmente puede uno resistirse. Menos aún en invierno, fuera de temporada. Unas veces es Deià, el pueblo de la Tramuntana que tanto amó el británico Robert Graves, que a su vez tanto nos hizo amar los mitos griegos. Otras es Sóller, con su gusto por el modernismo y el art nouveau, pasando por ese tren de época que llega procedente de Palma atravesando los bucólicos campos de cultivo. O Fornalutx, al abrigo del Puig Major, la cumbre de la sierra, con su irresistible encanto.

Se podría continuar glosando ad infinitum las excelencias de esta isla del Mediterráneo, pero tal vez baste con dejar que sea Valldemossa la que entone el canto. Al fin y al cabo, fue aquí donde Frédéric Chopin compuso algunos de sus preludios más famosos, por lo que este pequeño municipio serrano y marino al unísono, de poco más de dos mil habitantes, suena a vivace, a andantino y a allegro appassionato.

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No solo fue Chopin el que le dio el marchamo artístico, y con él su pareja, la escritora francesa George Sand, que escribió aquí Un invierno en Mallorca. También los escritores Rubén Darío, Miguel de Unamuno, Gaspar Melchor de Jovellanos o Jorge Luis Borges, así como Santiago Rusiñol, que inmortalizó su belleza en sus lienzos. A otro nivel, y ya en nuestros días, el actor Michael Douglas, enamorado del lugar, lo elevó a paraíso internacional.

Valldemossa, entre la sierra y el mar

Está claro que Valldemossa, que tuvo su origen en una alquería del noble árabe Mussa, de donde deriva su nombre, es precioso y capaz de subyugar a cualquiera. Así lo reconocieron también aristócratas como el archiduque Luis Salvador, que adquirió numerosas fincas, tejiendo una red de caminos y miradores, que ahí están. Los alrededores son majestuosos, inalterados y alfombrados de olivares, pinos y encinas. Pero es que, para colmo, es el pueblo más alto de las Baleares, a 437 metros sobre el nivel del cercano mar y pintoresco a más no poder. Así lo ha reconocido la Unesco, como parte del patrimonio mundial en la categoría del paisaje cultural. Aviso a navegantes, está a solo diecisiete kilómetros de Palma.


Valldemossa está rodeada de un exuberante paisaje.


PIXABAY/HOUSEDOCTOR3


Mallorca es un imán, sobre todo cuando se anda por estas calles empedradas, empinadas y estrechas, repletas de cafés con terraza, perfectamente conservadas, mimadas hasta decir basta, llenas de plantas y de flores, y con casas enlucidas con las típicas contraventanas mallorquinas, que ponen color al conjunto, mayoritariamente en verde. Como en este pueblo donde volver a enamorarte de León.

Qué puedes ver en este pueblo de la Tramuntana

Sobresale como un faro la famosa Cartuja de Valldemossa, que primero fue monasterio, en funcionamiento más de 400 años, para convertirse, tras la desamortización, en casa señorial. Abierta como mecenazgo cultural a los ya mencionados Chopin y Sand, que la habitaron y dejaron huella de su exacerbado romanticismo en el invierno de 1938-39, y demás artistas y literatos. Hoy es uno de los reclamos turísticos más potentes de la isla. La preceden unos jardines, con fuentes, caminos por los que perderse y vegetación exuberante, vistas panorámicas al margen.

Asociado a la cartuja está el Palacio del Rey Sancho, que fue el principio de todo, antes de que Martín I de Aragón, que llegó con toda su corte de poetas y bufones, huyendo de la peste que asolaba Europa, se lo cediera en 1399 a los cartujos. Lo había construido Jaime II como residencia de caza -puede que sobre el alcázar del citado Mussa-, aunque acabó siendo retiro de su hijo Sancho I para tratarse el mal de asma. Luego habla del pasado noble de Valldemossa y del monástico, porque la plaza de armas se transformó en claustro y cementerio, los salones en celdas, la prisión en refectorio, y la despensa, la sacristía y la cocina en iglesia.


La emblemática torre de la Cartuja de Valldemossa.


PIXABAY/NICOLE PANKALLA


Esconde un inesperado tesoro, su farmacia, abierta por los cartujos en 1722 para dar asistencia médica, en una época en que esta era casi nula y de baja calidad. Lo hacían con los productos que elaboraban a partir de las plantas medicinales de su jardín, y tenían como pacientes a la propia comunidad monástica, a los ermitaños de Miramar y a todos los valldemosinos. Hoy atrae a los curiosos, amantes de la historia y la botánica en particular.

Por qué Valldemossa es un paraíso

Hay que dejarse llevar por el espíritu rural y lento, como una oda a la vida tranquila, de esta isla que, pese a los estragos del turismo, sigue estando profundamente arraigada a la tierra y el mar, que baña esta costa abrupta, hecha de acantilados, con calas y un pintoresco puerto. Se trata de Sa Marina, un rincón costero casi inabordable desde tierra en la desembocadura de un torrente, al que se llega por una carretera serpenteante.

Y hay que adentrarse con los ojos bien abiertos en la calle Rectoría, una de las más genuinas, como ejemplo de la arquitectura tradicional, aunque todas, en verdad, lo son. En esta, para mayor gloria, se halla la casa natal de Catalina Tomás, la única santa de la isla, nacida en Valldemossa en 1531 y conocida popularmente como la Beateta. Asociado a su figura está, por otro lado, el Molinillo de la Beata, de 1761. Un molino de harina, del que se conserva la torre, que formaba parte de la finca de Son Mossènyer, perteneciente entonces a la cartuja. Enfrente está la capilla de la Beata, donde, al parecer, santa Catalina subía a rezar.


Un rincón de la costa mallorquina perteneciente a Valldemossa.


PIXABAY/TOMMY RAU


Otro ejemplo de estas construcciones emblemáticas es Ca Sabater Coix, una vivienda unifamiliar del XVI, levantada con materiales locales, con portal luciendo arco de medio punto en piedra arenisca, que es puro reflejo del modo de vida basado en la agricultura y la ganadería. Como los lavaderos, en tiempos el centro de la vida comunitaria, al igual que lo ha sido la iglesia de San Bartolomé, fundada en el XIII, pero con sucesivas remodelaciones para irse adaptando a las necesidades de una población en crecimiento. La última, la renovación de su campanario en 1925.

Paz y espiritualidad en un entorno idílico

En busca de la mejor panorámica se llega hasta la Miranda de los Lledoners, un mirador desde el que se divisan las torres de la cartuja y todo el entorno. Y si se quiere ir más allá, puede conquistarse la ermita de la Santísima Trinidad, fundada en el XVII por un grupo de ermitaños. Paz y espiritualidad que se respira en el monasterio Miramar, a solo cinco kilómetros, puesto en pie por Jaime I a petición del filósofo mallorquín Ramón Llull, quien creó una escuela de lenguas orientales para enseñar árabe a los misioneros.

Pero es que, además, en Miramar instaló Nicolás Calafat la primera imprenta de Mallorca en el siglo XV, e incluso fue residencia del archiduque ya en el XIX. En busca de más arte, se da con la Fundació Coll Bardolet, un centro cultural consagrado al pintor mallorquín que le da nombre (1912-2007), donde se expone una importante colección de sus obras. Y, por supuesto, no se puede ir uno de Valldemossa sin probar su coca de patata, que elaboran de lujo en la panadería-pastelería Ca’n Molinas, horno tradicional encendido desde 1920.

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