viernes 21 de noviembre de 2025

El film original de 1992, dirigido por Curtis Hanson y protagonizado por Annabella Sciorra y Rebecca De Mornay, fue un clásico instantáneo que puso en jaque, de manera inquietante, las cuestiones del cuidado de las infancias y el rol materno en la sociedad de entonces. Su relato sobre la venganza de una niñera (De Mornay), tras perder a su esposo e hijo y culpar a la madre que la contrata, caló hondo en el inconsciente colectivo.

Casi tres décadas después, La mano que mece la cuna (The Hand That Rocks the Cradle, 2025), bajo la dirección de Michelle Garza Cervera y con guion de Micah Bloomberg (basado en el original de Amanda Silver), enfrenta la obligación de aggiornar la historia a la sensibilidad contemporánea. El resultado es un melodrama clásico envuelto en la tensión de un thriller psicológico, que busca explorar los lazos oscuros entre sus protagonistas.

La nueva versión se centra en Caitlin Morales (Mary Elizabeth Winstead), una madre de clase alta en los suburbios, y Polly Murphy (Maika Monroe), la niñera que se incorpora a su hogar con un oscuro plan. El elenco se completa con Raúl Castillo, Martin Starr, Mileiah Vega, Riki Lindhome y Shannon Cochran.

El guion introduce cambios significativos que revitalizan el conflicto central, alineándose con las discusiones de nuestro tiempo. Esta actualización temática es un punto a favor. La película logra generar un emparentamiento de las mujeres dolientes como un doppelganger fascinante. Una se construye a imagen y semejanza de la otra, como su doble siniestro, fantasmal, donde el trauma del pasado es el motor compartido. En este juego de espejos y sustituciones entre Winstead y Monroe, la película encuentra su punto fuerte más intrigante.

A pesar de sus aciertos conceptuales, la dirección de Michelle Garza Cervera se desliza por caminos convencionales ya conocidos de cualquier thriller de plataforma. Ambas actrices, que interpretan a mujeres marcadas por el sufrimiento, carecen de los matices necesarios para generar una verdadera empatía o, al menos, un terror psicológico sostenido.

Los giros argumentales propuestos son en sí mismos atractivos, pero el desarrollo recurre a golpes de efecto que se sienten innecesarios para acentuar aquello que el espectador ya infería en la trama. Todo aquello que podía manejarse con la intriga de lo no dicho, se reafirma con subrayados excesivos. La película pierde la oportunidad de explorar la sutileza de la manipulación psicológica que tan bien funcionó en la versión de 1992. 

La producción hace un esfuerzo admirable por actualizar la trama a los conflictos modernos (género, clase, trauma). Sin embargo, palidece frente a la trascendencia y el impacto duradero del clásico que la inspiró. Es una visión de mujeres dolientes que prometía ser un espejo, pero que termina siendo una ventana con cristales opacos.