Parece un pueblo de la Toscana e incluso del Lacio, en la Italia profunda, fundiéndose con el paisaje para no desentonar, pero está en el Priorat, esa comarca de raíz vitivinícola en la Tarragona más rural. La Vilella Baixa resulta armónica, pero rompiendo la monotonía del verde con los colores terrosos de sus portentosas fachadas. Discreta también, aunque con cierta exuberancia. Y, por descontado, un destino obligado para los amantes de los buenos vinos.
Y lo más curioso es que la vilella es pequeña, de apenas 207 habitantes, según datos de 2024, pero la llaman el Nueva York del Priorat, por la altura que llegan a alcanzar sus viviendas, de hasta ocho pisos, por un lado, y con la entrada principal por el otro en la cuarta o quinta planta. Es lo que tiene salvar el fuerte desnivel del abrupto barranco. El epíteto, además, no es ninguna modernez de hoy. Fue al escritor Josep M. Espinàs a quien se le ocurrió la acertada hipérbole, al referirse a los «rascacielos» de este particular Manhattan en su libro Viaje al Priorat, de 1961.
Enseguida, e irremediablemente, viene a la cabeza Cuenca, la ciudad que obsesiona a los japoneses, y la impresionante estampa de sus casas colgadas. O Ronda, aunque sin igual vértigo ni el precipicio de la monumental ciudad malagueña. El porte de La Vilella Baixa de frente tiene, además, algo de palacio toscano, de fortificación palaciega, por los arcos en galería de algunas de sus residencias. Aunque lo que despunta es el campanario de la iglesia de Sant Joan Baptista, neoclásica del siglo XVIII, rompiendo la horizontalidad del conjunto.
Disfrutada ya de lejos, contemplada suficientemente como se merece, el interior muestra de cerca igual encanto, con el recogimiento de sus estrechas calles empinadas. Empezando por la más famosa, la «calle que no pasa». Está en lo alto de una cuesta y no como las demás. Se accede a ella a través de un largo porche que, como su nombre indica, no pasa a ningún lado, sino que va a a dar a una plaza. Al parecer, fue parte integrante de lo que debió de ser el núcleo medieval y sirvió posteriormente como lugar de defensa en las guerras carlistas.
La Vilella Baixa está a la sombra del Montsant, una montaña casi sagrada.
PIXABAY/MARC PASCUAL
A La Vilella Baixa la localizamos al este de la comarca, al abrigo del Parque Natural de la Sierra de Montsant, del que es puerta de entrada, y en la confluencia de dos ríos: el también bautizado Montsant y el Escaladei, este más bien riachuelo. Con un puente de piedra de estilo románico de dos arcos, al que se le añadió un tercero en 1886, justamente para dar paso a estas otras aguas. Por fortuna, respetando la arquitectura original.
Ya hemos hablado de su origen árabe al nombrar a su calle más pintoresca. Según las crónicas, los árabes fundaron una alquería aquí, dependiente del cercano Siurana, a la que llamaron Velazha, que significa meandro de río. Pero también hay documentos del siglo X que hablan de una tal Vahala, así como quien identifica Vilella con el derivado de vila (villa) y quien le sigue diciendo, como antiguamente, Vilella de Baix, nombre que se castellanizó en el XVIII como Vilella Baja para pasar después al actual La Vilella Baixa, en catalán.
Otra perspectiva de La Vilella Baixa con el puente en primer plano.
PIXABAY/MARC PASCUAL
Se intuye que anda cerca una Vilella Alta y así es; por cierto, el municipio más pequeño de la comarca. La Baixa es el segundo.No falta la leyenda,según la cual unos hermanos llamados Vilella fundaron estos dos pueblos a la vez, pero más bien es cosa del imaginario popular, sin base histórica alguna, sobre todo porque la Baixa es mucho más antigua. En tiempos perteneció a la jurisdicción eclesiástica de Tortosa y a la baronía de Cabassers, como La Bisbal de Falset, La Figuera, El Lloar y Margalef, mientras que la Alta dependía del Priorato de Escaladei.
Por qué La Vilella Baixa tiene un encanto especial
Otro de sus encantos es ver el pueblo de noche, en especial desde el Coll de l’Ermita, porque está iluminado con luces de sodio, que dotan a la villa de un mágico color naranja. Todos sus alrededores son idílicos, pese a lo escarpado de sus crestas, e invitan al paseo otoñal. El propio municipio lo ha puesto fácil con la señalización de cinco itinerarios turísticos en los que adentrarse para conocer y disfrutar del hermoso patrimonio natural.
Sin olvidar que tras el paisaje de viñedos, que conviven con olivos, almendros y nogales, están las bodegas, familiares y visitables, como es Celler Sabaté. Y en las bodegas, claro, el vino, de la DOQ Priorat, que hay que catar. Y, por supuesto, las cooperativas, que han sido pieza clave en este territorio, creadas a partir de 1917 y fusionadas hoy en su mayoría en la Vinícola del Priorat, situada en Gratallops y liderada por 140 familias. Atravesando un mal momento, por cierto, debido a la persistente sequía.
Así es la finca Plantadeta de Celler Sabater, en la DOQ Priorat.
CELLER SABATER
En el centro de todo, el Montsant, todo un símbolo de esta tierra, casi una muralla. Trasponerla tiene su misterio, pues a la vista parece infranqueable. De hecho, hay que hacerlo por uno de los graus, pasos naturales que permiten ir más allá de los riscos. En La Vilella Baixa está el Grau dels Bous o del Caragol, de nivel de dificultad bajo. En cambio, en la Alta se halla el Grau de la Guineu, de nivel alto.
El Montsant es eso. Una montaña santa, de gran tradición eremítica y donde se fundó la primera cartuja de la península ibérica, la de Escaladei. Para redondear la experiencia, nada como alojarse en un hotel vinculado al vino. Por ejemplo, el de la Bodega Buil & Giné, en Gratallops, a solo dos kilómetros (desde 186 euros). Puro Priorat.











