
El corazón digital del Estado.
La avalancha de guerras, crisis climáticas, hambrunas, muertes y mentiras va enterrando cada hecho como si nada dejara huella. La vida de anaquel -esa permanencia que conserva el recuerdo- parece hoy cada vez más breve.
El vértigo informativo es el mejor aliado del olvido. La sucesión de sobresaltos reduce a escombro los hechos más graves, convertidos en piezas caducadas de un escaparate que se renueva cada día. Lo que ayer estremecía hoy parece una nota a pie de página. Lo urgente borra lo importante.
En las estanterías de la nación se acumulan presupuestos prorrogados, pulseras inservibles, banquillos a la espera de delincuentes mediáticos. Y, sin embargo, el anaquel de la historia guarda también lo que se resiste al olvido.
¿Dónde quedan acontecimientos pasados que tuvieron relevancia y llevan tiempo, en silencio, haciendo vida de anaquel? Veamos un caso elocuente.
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En julio de 2025, el Ejecutivo cruzó una línea roja: el Ministerio del Interior adjudicó a la empresa china Huawei un contrato de 12,3 millones de euros para gestionar el almacenamiento y clasificación de comunicaciones interceptadas por tribunales y fuerzas de seguridad. No era un suministro cualquiera, sino un sistema instalado en infraestructuras reservadas a escuchas judiciales autorizadas.
Aceptar que las telecomunicaciones de un país puedan depender de actores sometidos a regímenes autoritarios es incomprensible en el marco europeo. Bruselas lleva años limitando a proveedores de riesgo y ultima un veto para impedir que operadores con tecnología china compitan en contratos públicos y sistemas de defensa compartida.
En este escenario, seguir confiando en esta opción puede suponer quedar fuera de juego. Lo que empezó como una inquietud técnica es hoy un ejemplo palmario de cómo no actuar cuando están en juego soberanía digital, reputación y posición geoestratégica de la Alianza Atlántica.
Lo más comprometido: Huawei no está excluida de las partes más sensibles de nuestras redes. No existe una prohibición efectiva ni un calendario para su retirada. Una ambigüedad regulatoria permite que un proveedor vinculado directamente a la inteligencia de una potencia antagonista siga operando en el corazón digital del Estado. No hablamos de periferia tecnológica, sino de la entraña donde laten las funciones vitales de nuestra soberanía.
Y no se trata de cuestiones menores porque lo que está en juego es el sistema nervioso central del Estado moderno. El 29 % de la infraestructura 5G española procede de proveedores chinos, lo mismo que parte del almacenamiento de datos judiciales o de las redes de defensa. En Estados Unidos está vetada por completo. En la UE, mayoritariamente.
Conviene recordar que no es cuestión solo de cables y antenas. La seguridad no es abstracta. Detrás de cada contrato hay archivos públicos, comunicaciones privadas e información crítica que afecta a la vida cotidiana, a la protección de los datos de los ciudadanos y a la confianza en las instituciones.
Trazas que, en otras manos, pueden llegar a ser poderosas armas de coerción y control.
La seguridad nacional ya no se mide en fronteras custodiadas, sino en la solidez de servidores y la integridad de algoritmos. Una brecha tecnológica equivale hoy a una invasión sin necesidad de tropas.
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Cabe preguntarse si la aproximación del Ejecutivo a Pekín, incluso en el ámbito judicial, guarda relación con el reciente acuerdo entre la Fiscalía General del Estado y la Fiscalía china para reforzar la cooperación contra el crimen transfronterizo, presentado -según la aclaratoria nota de prensa china- «bajo la guía estratégica de los líderes de ambos países».
En este nuevo orden, la neutralidad no es viable para un país integrado en estructuras como la UE y la OTAN. El coqueteo con dos esferas de poder enfrentadas no es una prueba de autonomía, sino que evidencia una renuncia silenciosa a las obligaciones que garantizan nuestra seguridad y la de nuestros aliados.
La neutralidad tecnológica es ya una quimera. Las fronteras más vulnerables de una nación no son geográficas, sino digitales: códigos, algoritmos y decisiones de contratación. No es un debate técnico. Es un dilema político, económico y de inteligencia.
Y, hasta la fecha, no consta que nada haya cambiado. Quizá porque intereses partidistas nos sitúan en el lado equivocado de las fronteras digitales, colocándonos una vez más fuera de línea.
En el anaquel de la historia, quedará constancia de la resistencia a reconocer que la soberanía digital es tan vital como la integridad territorial. Esa renuencia erosiona, golpe a golpe, el corazón digital del Estado.








