En la República Argentina conmemoramos dos fechas patrias, ambas de profunda significación histórica: el 25 de Mayo y el 9 de Julio. La primera recuerda los hechos que llevaron a la conformación, en 1810, de la Primera Junta, que fue nuestro primer gobierno patrio, ya que estaba compuesto mayoritariamente por nacidos de este lado del Atlántico; la segunda, en 1816, la Declaración de la Independencia. Fueron años de gran intensidad, no solo porque las Provincias Unidas del Río de la Plata, herederas del Virreinato, se iban afirmando en su separación de facto frente a las pretensiones españolas, sino también porque Europa se encontraba envuelta en las guerras napoleónicas, que conmocionaron a todo el Viejo Continente.

Se podría afirmar que el despertar del sentimiento patriota fue durante las llamadas invasiones inglesas que, como bien señala el historiador Francisco M. Goyogana, se trató en rigor de una sola gran operación anfibia, en 1806 y 1807. La defensa de los criollos y su rápido entrenamiento militar, además de la notoria indefensión en la que se hallaban las costas del Río de la Plata ante incursiones navales extranjeras, ponían en evidencia una serie de falencias del Virreinato en una época de interminables conflictos bélicos en Europa.

Por otro lado, la entrega de la corona española a Napoleón Bonaparte en la famosa “farsa de Bayona”, y el traspaso del cetro ibérico del emperador francés a su hermano José, llevaron al cuestionamiento de la lealtad al monarca, debilitada su autoridad. El 25 de mayo de 1810 fue la conformación de la Primera Junta de Gobierno en Buenos Aires, la capital del Virreinato del Río de la Plata, un paso crucial para el nuevo protagonismo político que estaban teniendo los criollos, o “españoles americanos”, en las decisiones en torno a los asuntos públicos en estas lejanas latitudes; aunque declarando lealtad al depuesto rey Fernando VII, en lugar de José I Bonaparte, impuesto por las águilas imperiales francesas. En España hubo gran resistencia a estas tropas invasoras, y ya se habían formado también las “juntas de Gobierno”.

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Ya desde los inicios de nuestro proceso revolucionario estuvo presente que las Provincias Unidas del Río de la Plata debían tener una organización constitucional, a fin de tener voz y voto en las decisiones fundamentales. Hubo modelos de los cuales abrevar, pero que no estaban arraigados en la tradición hispánica en estas tierras.

Contexto internacional de nuestra independencia.

Los Estados Unidos fueron hijos de la filosofía política británica desarrollada por diversos autores, que teorizaron sobre los acontecimientos políticos en Inglaterra en los siglos anteriores y que llevaron a la creación de un sistema parlamentario con un rey limitado en su poder. De hecho, las 13 colonias que terminaron formando el núcleo original de los Estados Unidos, que declararon su independencia en 1776, ya tenían una larga y fructífera experiencia de gobiernos constitucionales locales, con legislaturas, administraciones municipales, juicio por jurados y, hasta en dos de ellos, la elección directa del gobernador. El texto constitucional estadounidense de 1787, en consecuencia, recogía lo aprendido en dos centurias.

Muy diferente era el punto de partida en Hispanoamérica, en donde un entramado complejo de las instituciones gubernamentales no delimitaba claramente las funciones legislativas, ejecutivas y judiciales, así como la exclusión de los criollos dejaba afuera a los interesados inmediatos en el ejercicio de la administración de lo público. ¿Qué significaba el constitucionalismo? Era el reconocimiento de que las personas tenían derechos naturales anteriores a la existencia del Estado, y que este se organizaba para preservarlos, así como limitaba su esfera de acción con un sistema de equilibrios y controles, e incorporaba la representación en un Parlamento o Congreso. El antiguo régimen de las monarquías absolutas rechazaba de plano esta postura, ya que su legitimidad se hallaba en el derecho divino a la Corona, y no como un contrato con la sociedad civil. Los avances, al principio tímidos, de la alfabetización y del surgimiento de las burguesías plantaron las semillas de una renovada visión de la libertad y la dignidad humanas, que no demoró en germinar en América del Sur.

A la Primera Junta le sucedieron otras formas transitorias de gobierno, pero todas ellas tuvieron en común el drástico distanciamiento de la metrópolis española. Fue en Cádiz, en 1812, que se aprobó una Constitución de carácter monárquico y parlamentario, profundamente liberal, pero que no tuvo aplicación inmediata y que Fernando VII, cuando recuperó el trono dos años después, se ocupó de anular de inmediato para restaurar el absolutismo. No obstante, fue un antecedente del cual se nutrieron nuestros textos constitucionales.

Pero la ola política e ideológica tras la caída del imperio napoleónico, en 1814, no era la del constitucionalismo y la limitación al poder, ni tampoco la del republicanismo, sino la de la restauración de las dinastías legítimas y el poder absoluto. En el Congreso de Viena, celebrado en el corazón del Imperio Austríaco, se dieron cita las monarquías europeas para establecer lazos de solidaridad entre ellas, frente al posible retorno del “usurpador” Bonaparte o de revoluciones de carácter jacobino: la “república” era sinónimo de terror rojo, de guillotinas, de persecuciones en nombre de una nueva era que arrasaba sin piedad con todo lo anterior. El breve y malogrado retorno de Napoleón Bonaparte como emperador de los franceses en 1815, hasta que fue derrotado por una coalición europea en la batalla de Waterloo, consolidó aún más los mecanismos de solidaridad monárquica que se traducían en el Concierto Europeo y la Santa Alianza. Fue en este contexto internacional en el que se reunió el Congreso constituyente en Tucumán, que no solo declaró la independencia, sino también se abocó a la difícil tarea de debatir la Ley Fundamental para las Provincias Unidas.

En Tucumán.

Este Congreso tuvo ausencias: las provincias que reconocían el liderazgo de José Gervasio de Artigas, el caudillo de la Banda Oriental, que extendía su influencia por el Litoral. Por otro lado, el general José de San Martín, en plena organización del Ejército de los Andes, era un firme partidario de que las Provincias Unidas declararan explícitamente su independencia respecto de los reyes de España, a fin de llevar adelante su campaña libertadora a Chile y Perú. En sintonía con Manuel Belgrano, ambos propiciaban la monarquía como forma más adecuada de gobierno, no solo porque era el régimen conocido en estas tierras, sino porque además la creación de una nueva república provocaría el rechazo de las cancillerías de Europa. Belgrano, además, se había convencido de la bondad del sistema monárquico parlamentario tras su estadía como diplomático en el Reino Unido, país al que se tenía por aquel entonces como el más libre y próspero, además de ser el pionero de la revolución industrial y el dueño de los mares.

La incógnita era, entonces, quién habría de ser el monarca. Ya en tiempos anteriores se había intentado que la princesa Carlota Joaquina, residente en la Corte portuguesa en Río de Janeiro, asumiera como reina ante el confinamiento de su hermano Fernando VII en el Castillo de Valençay, en Francia. Pero a ella no la seducía la idea de una monarquía constitucional, por lo que el proyecto fracasó desde sus inicios. Manuel Belgrano era partidario de la restauración de la dinastía de los incas en un gran reino sudamericano con capital en Cuzco, lo que era sumamente coherente si se quería despertar la adhesión de las comunidades indígenas del Perú y el Alto Perú, bastiones del poder realista español. Era una lectura política de largo alcance y coherente con la igualdad social que ya se proyectaba desde la Asamblea del año XIII, que comenzó a resquebrajar el sistema estamental racial que se había implantado bajo la dominación hispánica.

Si bien en Tucumán no se redactó una Constitución, sí se forjó un hecho trascendente como fue el de la Declaración de la Independencia respecto a los reyes de España y de cualquier dominación extranjera. El Ejército de los Andes pudo combatir en nombre de una nueva nación soberana, libre e independiente, y llevar esa antorcha a Chile y Perú. La discusión constitucional prosiguió, como reflexiona Natalio Botana, entre la república y la monarquía, en torno a cuál era el alcance de las libertades individuales, a cuál era el origen de la legitimidad e, incluso, si habría de ser un régimen unitario o, como reclamaban los caudillos del Litoral y ganaba fuerza en la opinión del interior, un sistema federal. Todos debates que, lejos de haberse resuelto en asambleas constituyentes de modo reflexivo con argumentos razonados y sopesados, se dirimieron con la espada durante las guerras civiles de la primera mitad del siglo XIX.

*Doctor en Historia y escritor.