
domingo 13 de abril de 2025
En El banner (2025), Tomás Terzano filma el colapso sin estridencias, la tragedia contenida del hombre moderno atrapado en su propio engranaje. Todo comienza con una premisa mínima pero decisiva: un evento no puede comenzar porque el cartel —el banner— aún no ha llegado. A partir de allí, lo que sigue es una coreografía de ansiedad en pleno centro porteño, donde Rafael Crivelli (Marcelo Subiotto) intenta que el mundo funcione a fuerza de celulares, indicaciones y respiraciones agitadas. Nada se resuelve. Todo se acumula.
La cámara sigue esa urgencia con economía formal y precisión simbólica: planos generales que diluyen al personaje en el paisaje urbano, movimientos frenéticos que imitan el vaivén del fracaso y un fuera de campo constante, que sugiere que lo verdaderamente importante siempre ocurre en otro lado. El cortometraje se apoya en los códigos del cine de oficina, pero los desborda hacia una tensión existencial que trasciende cualquier coordenada laboral o geográfica.
Pero El banner no se agota en la vorágine. A mitad del recorrido, Terzano cambia el registro: el vértigo cede paso a una pausa, casi discursiva, que enfrenta a los personajes con la dimensión simbólica de la ausencia. Ya no se trata solo del cartel que no llega, sino de todo lo que no puede decirse, mostrarse, completarse. El banner se vuelve así metáfora del éxito ausente, de la palabra que no encuentra su forma, del sistema que funciona sin sentido.
En un bar, junto a sus hijos (Martín Miller y Almudena González), Crivelli les recita el discurso que no pudo pronunciar. Y lo que parece un desahogo íntimo es, en realidad, una repetición palabra por palabra del discurso que Michael Keaton dio al recibir su Globo de Oro. La escena opera como revelación: en un mundo donde todo puede ser dicho por otro, la autenticidad se vuelve un gesto vacío. Crivelli, en su parodia involuntaria, se transforma en eco. Su voz no es suya. Su fracaso, tampoco.
Con apenas veinte minutos, El banner condensa una crítica filosa a la era de la inmediatez, la representación y la copia sin origen. La sátira no nace del grotesco, sino de la precisión con la que Terzano filma el mecanismo del fracaso. Lo que comienza como una carrera contra el tiempo termina siendo una confesión callejera: la angustia de no saber si lo que hacemos es nuestro, o apenas un reflejo —cada vez más pálido— de lo que otros dijeron antes.








